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Historias espirituales

 

Por Ramiro Calle

Varias personas viajaban en el departamento de un tren. Llegó la noche y apagaron las luces para tratar de conciliar el sueño. Cuando todos estaban a punto de dormirse se escuchó una voz que decía: “¡Ay qué sed tengo, pero qué sed tengo!”.

La voz no dejaba de lamentarse, impidiendo que los pasajeros del departamento pudiesen adentrarse en el sueño. Entonces uno de ellos encendió la luz, fue al lavabo y le trajo un vaso de agua al sediento, que engulló con rapidez el contenido.

Se apagó la luz del departamento, todos suspiraron aliviados y empezaron a tratar de dormirse. Pero de súbito se escuchó la misma voz que se lamentaba: “¿Ay, pero qué tenía, pero que sed tenía!”.

Reflexión:

Esta es la naturaleza de la mente caótica, desordenada, sin estabilizar, la que los yoguis comparan con un mono loco y ebrio o con un elefante furioso. La que no deja de estar en sus ires y venires, yéndose al pasado o al futuro, perdiéndose en elucubraciones, quejas, supuestos, ideas incontroladas, obsesiones y absurdos.

Una mente así no es una mente de fiar, y además, se convierte en la mayor fábrica de sufrimiento. Acarrea los malos momentos, se enreda en sus propias creaciones sin sentido. En lugar de resolver las dificultades, añade otras, y cuando no hay problemas reales, origina problemas imaginarios y se aturde buscando soluciones imaginarias para los mismos.

Esa es la mente que el gran místico Kabir calificaba de fraude y que denominó como una casa con un millón de puertas. Es la mente que se disgrega, se dispersa, pierde todo su poder y se va alienando. Una mente así no sirve y es necesario modificarla.

Un mentor de dijo a su discípulo: “Si tu mente no te gusta, cámbiala”. Por fortuna, la misma mente que encadena es la que libera, pero hay que entrenarla para ello, conocerla y cuidarla, sanearla y aprender a dirigirla. Una cosa es pensar conscientemente y voluntariamente, y otra cosa son los pensamientos díscolos y automáticos.

Hay que aprender a pensar y a dejar de pensar y tratar de centrarse más en el momento presente, no dejándonos condicionar por recuerdos y experiencias inciertas.

 

Por Gustavo Diex

Un hombre viajando a través de un campo se encontró con un tigre. Huyó corriendo, mientras el tigre corría tras de él pisándole los talones. Llegando a un precipicio, se agarró de la raíz de una enredadera salvaje y se deslizó por el borde. El tigre lo olfateaba desde arriba. Temblando, el hombre miró hacia el fondo del precipicio, donde otro tigre esperaba ávido su caída para comérselo. Sólo la enredadera lo sostenía. Dos ratones, uno blanco y otro negro, empezaron a roer la enredadera. El hombre vio una deliciosa fresa cerca de él. Agarrándose de la enredadera con una mano, alcanzó la fresa con la otra. ¡Qué dulce sabía!…

Ser adaptable significa ser y actuar fluidamente con los acontecimientos que suceden, aportando en cada situación una respuesta espontánea y efectiva. La persona adaptable no tiene miedo al cambio, tiene una capacidad de estar en el presente sin las “rumiaciones” del futuro o la falsa comodidad de lo aprendido. Cada obstáculo es entonces una oportunidad de aprendizaje, se convierte en un aprendiz de la vida. Habitualmente nuestra mente está llena de “debería ser”, frustraciones, competitividad patológica, de preocupaciones sobre el futuro de nuestra profesión, de nuestro puesto de trabajo, de nuestra familia.

Es inteligente tener el mejor plan posible para uno mismo, la empresa y las personas queridas pero la mayoría de los pensamientos de los “futuribles” acontecimientos no son más que cacareos que obscurecen la claridad de la mente, preocupaciones que no dejan disfrutar de lo que uno tiene.

La persona adaptable desarrolla amor y dedicación hacia aquello que está realizando. No le importa si los frutos esperados de cada acción llegarán a ser o no.

En uno de los textos antiguos más leídos, en la historia de la humanidad, la Bhagavad Gita se dice: “Piensa en la obra y no en su fruto”.

Se enfatiza así cómo haces las cosas, el grado de atención en la acción, el grado de involucración, el cuidado, el esmero, el disfrute, en definitiva el grado de mindfulness o atención plena.

El gran profesional, el genio, el verdadero artista se centra en la obra, no en si ganará más poder, prestigio, fama o reconocimiento con sus acciones, eso es lo que le diferencia del resto. La persona adaptable se relaja en el movimiento de la vida.

En muchas ocasiones, ante situaciones difíciles respondemos con una tensión desmedida provocada por una creación mental, una serie de emociones y pensamientos que crean una respuesta inadecuada y estresada, a esto lo podríamos llamar metafóricamente rozamiento interno. El arte de la adaptabilidad es disolver el rozamiento interno, para ello, el primer paso es ser consciente de él.